Oliverio piensa un poco, revive viejas lecturas en su cuarto y escribe que la vida es una “manifestación de lo absurdo”. Eso dice Oliverio una noche que ha quedado solo. Una noche de 1922, cuando en las calles se trenzan en riña los fantasmas húmedos del amanecer, y él los oye con su pipa bretoniana echándole cenizas al escritorio amodorrado, que tiene las piernas varicosas de tanto cargar el peso de la máquina de escribir y el torso de Oliverio.
Así principia la vida poética de Oliverio, si es que la vida (de la índole que sea) tiene principio en un solo hombre, y no es el devenir de la humanidad haciendo escalas en ciertos poetas que rompen el silencio del cosmos para renovar su curso y otorgarle nuevos sentidos cada vez.
Así principia la marcha de este poeta latinoamericano hacia la nueva geografía simbólica: marcha que aún no cesa, poeta cuyo gusto y euforia por su “etnia” latina lo lleva a denunciar, con justicia, que los estratos intelectuales (de los que era a la vez desertor y parte) “se resisten a admitir que América aporta un matiz inédito a la civilización occidental”.[1]
Pero el ávido Oliverio no se vence “ante el sabor inmóvil”, ante el gusto por lo establecido, ante la reproducción asexuada por fútil réplica; sino que prefiere la cópula, “la viva mezcla”, el tocar y tocarse.
Oliverio masturba su lapicera y eyacula poesía sensual. Nos habla de los senos en bandeja en un bar y lubrica los goznes de sus articulaciones para lanzarse a volar con una mujer con nariz de zanahoria.
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