martes, 23 de septiembre de 2008

El amor como tópico del poema y el poeta como víctima

Hölderlin empieza su Himno al amor con los versos

Frente a las mismas puertas del Orco grité mi alegría
y les mostré la embriaguez a las Sombras…

y uno se imagina al poeta que va a la carrera, ferozmente, hacia una gran muralla o puerta o abismo (¿qué importa?), y cuando se topa con ese abismo indecible lanza un alarido supremo, como de la ira de dios (observando a César Vallejo), un alarido primal, como de la especie humana, condensado en la fracción de tiempo que dura esa furia. Pero no podemos más que imaginar lo infinito de esa sensación.

Sin embargo, Hölderlin nos dice, algunas páginas más tarde, ya finiquitando su Himno,

Pero todavía me resta algo por expresar.
Porque casi demasiado repentina vino a mí
esta felicidad, lo solitario, y yo, sin entender
mi fortuna, regresé hacia una sombra.

(¿"algo" por expresar...?)

Entonces, el poeta nos induce a pensar que lo supremo no es tan supremo cuando se habla de ‘amor’. Y repito, no es tan supremo cuando ‘se habla’ de amor.

Podemos hablar y escribir y gritar mucho sobre el amor; podemos incluso escribirle himnos al amor, pero será siempre difícil su captura. Quedará siempre como una intuición no esencialmente suficiente.

A pesar de esto (o justamente por esto), podemos escribir sobre los efectos del amor. Es posible rondar el texto del amor, leer sus paratextos, sus epígrafes, los subtítulos, las fotografías tomadas por los enamorados de una escena amorosa, las notas al pie del despechado, los argumentos religiosos del amor, los argumentos filosóficos… Pero sobre el texto mismo del amor, sobre la palabra pensada y escrita por el dios Amor, poco podemos dar cuenta.

En tren de buscar respuestas, o juegos retóricos, o simple diversión, los poetas le escriben al dios Amor. Hay una intuición por parte del poeta, una busca, una cosa no expresable en sí que se llama, para entendernos, amor; pero el poeta las siente físicas, por más espirituales que sean: físicas por la carne o por la palabra escrita, ya que la palabra (escrita o hablada o gritada) es carne del lenguaje.

Oliverio Girondo entendió estas circunstancias del amor y nos dijo que

... me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.

Vamos a afirmar (pero sólo en esta situación informal, paródica, sin rigor, y por favor no hagan esto en casa), pero vamos a afirmar que Oliverio en realidad sí gusta de las mujeres con senos prominentes, del cutis de durazno y demás, pero no le gusta cómo suena esa afirmación a secas: “Me gustan los senos como magnolias…”, etc., entonces recurre a afirmar la bondad de estos atributos negándosela, y cierra su afirmación con una imagen más bella: el vuelo. El vuelo representa, claro está, todos los atributos deseados y degustados en la mujer para Oliverio.

Y ahí está el poeta, siendo víctima feliz de los efectos del amor, que le hace buscar imágenes sorprendentes, estéticamente bellas aunque incomprensible para la razón.

El poeta es la víctima. El amor hace del poeta un títere con lapicera.

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