El maestro Lichtemberg ha afirmado, ya en el siglo XVIII, que un prólogo es un “pararrayos”, y que por acción de su benevolencia se veían “protegidos” el autor y/o el libro.
Oliverio, en la década del 20, le va a explicar a “don Evar Méndez”, en los Veinte poemas (en el prólogo, justamente), que “Un libro —y sobre todo un libro de poemas— debe justificarse por sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen.”
Oliverio, a pesar de su opinión sobre el prólogo, va a ceder ante “la necesidad de que lleve uno” la edición de su primer libro, y dejará como prólogo una carta enviada a “La Púa ”, desde París.
Francisco “Paco” Urondo rescata a Oliverio de entre los poetas que surgieron después del martinfierrismo, en la década infame; década que “sería infame también en virtud de mucha de su producción poética”[1]. Oliverio, según Urondo, “Aparece como una suerte de padre fuerte, saludable, recriminando la debilidad de un hijo timorato…”. Hijo amanerado que no había aprendido la lección de sus predecesores.
Oliverio se va a convertir en el gestor de una generación, y va a “enseñar” que el poeta no necesita de grandilocuentes e hiperbólicas figuras para crear una obra en cuyo centro está la poesía en su concentración más ubérrima. Él podrá “recolectar” un lenguaje que otros esquivarían, para decir con fuerza, desde las más hondas entrañas, que “No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo…”; o bien nos hará una desprejuiciada “Invitación al vómito” y nos dirá:
Cúbrete el rostro
y llora...
pero no te contengas.
Vomita.
¡Sí!
Vomita,
ante esta paranoica estupidez macabra,
sobre este delirante cretinismo estentóreo
y esta senil orgía de egoísmo prostático…
Copio y saboreo a continuación algunas líneas de la poética carta a “La Púa ”, de 1922, para dejarle al propio Oliverio que explique su oficio de “junta-poesías”:
“¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se destemplan… Se pierde el coraje de continuar sin hacer nada… ¡Cansancio de nunca estar cansado! Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda.
Lo que sucede entonces es siniestro. El pasatiempo se transforma en oficio. Sentimos pudores de preñez. Nos ruborizamos si alguien nos mira la cabeza. Y lo que es más terrible aún, sin que nos demos cuenta, el oficio termina por interesarnos y es inútil que nos digamos: “Yo no quiero optar, porque optar es osificarse. Yo no quiero tener actitud, porque todas las actitudes son estúpidas… hasta aquella de no tener ninguna”…
Irremediablemente terminamos por escribir: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.
(…)
(…) ¿No tendremos una suficiente dosis de estupidez, como para ser admirados?... Hasta que uno contesta a la insinuación de algún amigo: “¿Para qué publicar? (…)”, pero como el amigo resulta ser apocalíptico e inexorable, nos replica: “Porque es necesario declararle como tú le has declarado la guerra a la levita, que en nuestro país lleva a todas partes; a la levita con que se escribe en España (…). Porque es imprescindible tener fe, como tú tienes fe, en nuestra fonética, desde que fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma respirable (…).
(…) Yo no aspiro a que me babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo de sentir y pensar. ¡Prueba de existencia!
Yo (…) no renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto.”
[Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Calcomanías.
Losada. Barcelona, 1997]
(Oliverio a los 4 años,
ya perplejo ante la promiscuidad lírica de la vida,
que, de grande, será fundamento de su poética)
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